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Wändari es un documental que narra, en boca de algunos líderes harakbut, la historia de aculturación de este pueblo amazónico que, frente a la violencia depredadora, lucha por volver a su raíz identitaria.
Ana Teresa Benjamín
Especial para ACAMPADOC
Es desolador ver y escuchar lo que se ha hecho en nombre del progreso, entendido como la apuesta por el crecimiento económico a costa de la naturaleza toda, incluido el ser humano. Es impresionante constatar, una y otra vez, las consecuencias derivadas de la evangelización. Wändari, territorio en el idioma de los harakbut, es una película documental que muestra con toda crudeza la realidad de este pueblo milenario, habitantes de la selva amazónica, que décadas después de haber establecido relaciones con los curas dominicos españoles, se enfrentan hoy a su extinción.
La historia cuenta que los colonizadores españoles tuvieron los primeros encuentros con el pueblo harakbut en el siglo XVI, pero tras las violentas luchas de entonces pasaron más de 300 años hasta que se produjo un nuevo choque, a finales del siglo XIX, durante el llamado boom del caucho. De acuerdo con información del Ministerio de Cultura de Perú, “los harakbut mantienen contacto con la sociedad durante la primera mitad del siglo XX por medio de la misión dominica de San Luis del Manu fundada en 1908, y posteriormente a través de los primeros proyectos para la extracción de oro en Madre de Dios”.
Fue con el establecimiento de las misiones dominicas en la zona que la relación se hace consistente, a partir de los años cincuenta del siglo XX. Y con la construcción de la carretera interoceánica, la migración de colonos a la zona se intensificó de tal manera que los harakbut
terminaron viviendo en las periferias de las ciudades, o en comunidades recónditas a las que solo se accede por río.
El documental, dirigido por Daniel Lagares y Mariano Agudo, parte de las memorias de una mujer harakbut que vivió en una de esas misiones o conventos. Los recuerdos, lejos de estar preñados de amor y fraternidad, son más bien escenas de incomprensión y soberbia, en las que los niños y niñas harakbut recibían malos tratos “por no saber peinarnos o por no saber vestirnos”, según los parámetros occidentales cristianos.
Sometidos a ese proceso de aculturación en el que, incluso, se despreció la riqueza culinaria de los pueblos originarios, la película muestra cómo se ha producido la pérdida gradual del wändari, de la cultura y de la identidad, al punto que actualmente solo el 5% de la población del departamento de Madre de Dios se identifica como harakbut.
¿Cómo ha sido ese proceso de pérdida identitaria? Bueno, lo de los dominicos fue solo el principio. Tal como cuenta una de las protagonistas, la riqueza de este territorio selvático es tanta que hoy día viven allí 50 mil mineros, muchos de ellos harakbut. Subsumidos en la lógica capitalista de la acumulación y el consumismo, pero también enfrentados al hecho cierto de una pobreza que les niega posibilidades, los harakbut participan de la depredación del bosque y de la decadencia que trae consigo la actividad minera, traducida en prostitución, trata de personas y feminicidios.
“Hemos renunciado a todo lo que teníamos pensando que íbamos a tener cosas mejores, como salud y educación. Pero es una trampa lo que nos ha hecho el Estado”, señala uno de los líderes harakbut que lucha por conservar su idioma y cultura. “A los harakbut nos tienen arrinconados en nuestro propio territorio, y los harakbut no existimos sin nuestro territorio”, agrega, refiriéndose a la expansión de la actividad minera y de la industria maderera.
Las escenas son de espanto: amplias zonas de la Amazonía convertidas en pozos de agua sucia, maltratada la selva para obtener unos gramos de oro. Un afán depredador por conseguir más gramos para obtener más dinero, aunque ello no se traduzca en mejores condiciones de vida.
Locales para la instrumentalización de las mujeres, relegadas a la prostitución, cuando como mujeres harakbut eran depositarias de toda la sabiduría de la naturaleza.
Si bien la película, ya dijimos, es desoladora, no renuncia a la esperanza. A la esperanza de aquellos que frente a este escenario insisten en ser y en compartir ese orgullo, ese conocimiento, con el objetivo de salvar la selva y, por consiguiente, salvarse a sí mismos.